CAMALEÓN
Por Alfredo Bielma
28 de octubre de 2016
El tema de actualidad en México habla del enjuiciamiento o de la fuga de políticos que habiéndose desempeñado en el servicio público desviaron dinero del erario para beneficio personal, familiar y de grupo. Sería injustificable pasar por alto la crisis de credibilidad que padeció el presidente Peña Nieto y su Secretario de Hacienda por la adquisición de casas mediante componendas que señalan indebidas transacciones en base al poder político, lo que implica corrupción. También sería inexcusable olvidar que esta patología social la padecemos desde siglos atrás, que no es nueva y que ha habido al menos en apariencia múltiples intentos de combatirla, aunque con magros resultados.
Cualquier contemporáneo que observe el comportamiento de los gobernadores de Veracruz (Duarte de Ochoa), Chihuahua (Guillermo Padrés), Quintana Roo (Roberto Borges), y de los ex gobernadores de Nuevo León (Rodrigo Medina), Coahuila (Humberto Moreira), Tabasco (Andrés Granier), Veracruz (Fidel Herrera), Chiapas (Salazar Mendiguchia) etc., podría llegar a la conclusión que integran una generación de malos gobernadores porque sus corruptelas son espontáneas muestras de nuestros tiempos, pero esa percepción sería errónea, o al menos pecaría de conclusión precipitada sin reflexionar que deriva de un problema estructural cuya duración incluye decenas de años.
Vale entender que ahora estamos afrontando con verdadero denuedo la lucha contra la corrupción porque contamos con elementos que antaño no existían: entre ellos están la alternancia y la transición políticas, es decir relevos en el poder en los que participan actores de opinión contraria al antecesor, y vamos camino a reformas estructurales del Sistema Político Mexicano en una evolución paulatina. También es conveniente precisar que la revisión del sistema ha sido un proceso no iniciado ahora pues deviene por lo menos desde la última década del siglo XX mexicano.
Por supuesto, toda acción para el cambio conlleva una reacción de resistencia para evitarlo, así surge la partidocracia que a través del Congreso General y de los estaduales reduce el efecto por el que fueron creadas esas instituciones. Así se ha operado en el caso de Contralorías a modo, de Órganos de fiscalización con titulares que actúan en complicidad con el poder político, de Órganos electorales con consejeros designados por negociación política entre los partidos, etc., condición que la presión ciudadana ha venido combatiendo con relativo éxito, aunque no con la celeridad deseada.
Pero es incuestionable que estamos inmersos en un proceso de transición política que autoriza a la ciudadanía y actores políticos interpelar abiertamente a sus autoridades; el perfeccionamiento de la alternancia permite desnudar los vicios de las autoridades precedentes. Otro factor de importancia lo conforman instituciones que poco a poco han asumido su rol de instancias revisoras, la Auditoría Superior de la Federación, por ejemplo.
Pudiéramos asegurar que en otros tiempos han existido gobernadores corruptos, pero ahora la ciudadanía es más participativa, está mejor enterada y ha tomado mayor conciencia de su fuerza, porque ahora los votos sí cuentan y se cuentan, valga el lugar común. Tal fenómeno lo podemos corroborar en la aldea jarocha, en cada municipio, Xalapa por ejemplo, en donde en 2015 se castigó con votos a quién defraudó la confianza ciudadana; así se comprobó también en la entidad implantando la alternancia.
No es deseable el tránsito de ser gobernador a convertirse en un prófugo de la justicia, y por añadidura en el malo de la película ante una sociedad defraudada porque no se le cumplió lo ofrecido, ni íbamos bien ni llegó lo mejor, sino todo lo contrario. Javier Duarte de Ochoa pasó en el corto lapso de seis años de ser la promesa del “nuevo PRI” a la bochornosa expulsión de las filas de ese partido; de un gobernador que solicitó licencia para “limpiar mi nombre y el de mi familia” a la lamentable condición de prófugo de la justicia. Nada hay en el escenario que lo exculpe, tampoco sus amigos o cómplices alzan la voz para defenderlo, es un fugitivo social al que la ley reclama. Triste transitar de la opulencia añorada, que al final fue la causa de su defenestración, al cadalso en el que todos quisieran verlo.
Durante la transición se ha venido construyendo el andamiaje que permitirá culminar una efectiva estrategia contra la corrupción; para alcanzarla se ha creado el Sistema Nacional Anticorrupción integrado por siete órganos públicos: la Función Pública, que sustituyó a la Contraloría, la Auditoría Superior de la Federación, el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (Inai), el Tribunal de Justicia Administrativa, el Consejo de la Judicatura Federal, la Fiscalía especializada en delitos de corrupción y la sociedad civil. El reto será conservar su autonomía, siempre y cuando la partidocracia, las negociaciones políticas no encuentren la manera de cooptar a sus titulares, como ocurre en Veracruz, por ejemplo, en donde el Orfis se ha puesto a disposición de la cabeza del poder y la Contraloría carece de la autonomía necesaria para operar eficientemente y no como cómplice del gobierno como hasta ahora lo ha sido. ¿Cuántos pagarán los trastes rotos?
29-octubre-2016